Comentario de: Francisco Proaño Arandi
Crítico de Arte
Quito, Ecuador 1987
Crítico de Arte
Quito, Ecuador 1987
Orlando Arias Morales, joven pintor boliviano, afincado ahora en el Ecuador, presenta una exposición de acuarelas donde lo más significativo es el rescate del paisaje andino, de la atmósfera y la luz propia de estas altas mesetas, de estos valles crepusculares, y dentro de ellos, la aprehensión del gesto creativo del hombre, todo en una conjugación de elementos que vertebran, para la visión del artista, un solo tiempo, una sola realidad andina, tanto en sus motivaciones , bolivianas, cuanto en las ecuatorianas, retomadas estas últimas, acaso, con esa mayor hondura y receptividad que son dables encontrar en el viajero lúcido y acuciado de interrogantes.
En una sucesión de tenues azules, sepias, grises, naranjas, penumbras rosas, Arias profundiza en el redescubrimiento de un paisaje que, no por ser conocido, deja de ser soñado y deseado, paisaje, a veces, el de la ciudad, anublado, luminosamente triste; otras, el del campo, extendido en precisas difuminaciones; enhebrados siempre, uno y otro ámbito, por una visión melancólica, entrañable, que viene del inconsciente y los recuerdos de la infancia, y que se enraiza acendradamente en la tierra.
Cuando la motivación es la figura humana, ésta aparece sola, enmarcada apenas por un fondo de seres difuminados: una torsión y un coro casi, que nos llevan a pensar en esa otra realidad que aguarda más allá del dato figurativo y que nos introduce, en secretas anécdotas, cuando en una dimensión arcana, plenamente existencial
Como leiv motiv, el pintor reitera su mirada en el hombre más
representativo –trabajadores, campesinos, explotados-, es una suerte de
costumbrismo transfigurado por el manejo y la asunción de la problemática sin
concesiones. Los gestos entrevistos son, entonces, los esenciales, los
necesarios para remitirnos al mundo verdadero en que luchan, se debaten y
mueren los hombres. Allí, los tonos se vuelven fuertes, casi violentos, sin
contradecir la estructura general de la obra: esa soterrada melancolía, la
difuminación significante y simbólica.
Otras veces, el artista se detiene, ya no en el hombre, sino en su
impronta, en eso humanizado que delata su presencia, o su tragedia. Son
reconocibles los síntomas: una ventana envejecida, un corredor desvencijado,
una puerta sola y estricta, en el confín de algún patio, vegetaciones
marchitas, lajas y piedras que nos hablan de pasos y trajines, de años y de
agua, paredes desconchadas, techos hollados por el tiempo, claves todas de un
deterioro, de algo que empieza a irse y, sin embargo, permanece, o que inicia
un imperceptible movimiento de cambio: el universo total del hombre andino.
El resultado es un proceso donde lo más entrañable para el pintor, que es suyo y es nuestro, queda reconocido en su representatividad: la atmósfera, la luz, la espera, todo eso que en estas latitudes atormentadas se incuba en alguna parte, que aguarda su momento más allá de la soledad y la muerte
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