Por Goyo
Crítico de arte
Madrid 2011
Escribía en el 2007 que el
boliviano ORLANDO ARIAS tenía un gran talento para armonizar y ensamblar, así
como para la recreación de espacios
donde nunca se agota la mirada. Y es que la plasticidad y la esponjosidad de su
obra subyugan la forma y el fondo de la materia hasta que ésta logra hilvanar
un caudal de realidad de algodonosa ficción, que resurge entre tramas
cromáticas que flotan y sintonizan con la luz tamizada de un remanso henchido.
Más no es sólo eso, son
también sus autómatas urbanos construidos como la representación de una
metrópolis que irradia fulgores, rayos, fosforecencias cuyos logotipos remarcan
la condición de personajes arquetípicos de la visualidad contemporánea.
Aunque el artista regrese a sus tierras americanas, ellas nunca lo abandonaron, formaron su identidad pictórica, ese hacer cargado de sensibilidad a la luz-color, al encuentro de hechuras genuinas que continúan allí a la espera, arraigadas, depositadas como cábalas.
Y es que su lenguaje posee
una transparencia neta, sin dudas y vacilaciones, entendiendo que puede tomar
cuanto le convenga -figuración, geometría, abstracción- porque las cuestiones
estilísticas ya han sido afrontadas, superadas y resueltas con solvencia. Por
lo tanto, esa intemporalidad perseguida conforma su trabajo sin dejar de
persistir en su voluntad de agarrar el instante preciso en que se derrama y
vacía.
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